miércoles, 5 de diciembre de 2018

Alejandro Krawietz: «El poema forma parte de un estado del mundo anterior a la mera comunicación pragmática»

Poeta, crítico de arte y literatura y gestor cultural, Alejandro Krawietz (Tenerife, 1970) ha reunido en Para un dios diurno (Ediciones Idea, 2016) un arco de escritura de veinte años (1994-2014); en él se recogen sus tres entregas poéticas anteriores, La mirada y las támaras (1996), Memoria de la luz (2001, Premio de Poesía Pedro García Cabrera) y En la orilla del aire (2006, Premio de Poesía Emeterio Gutiérrez Albelo), a las que hay que añadir el inédito que da título al conjunto del libro, así como un apéndice con cuatro poéticas escritas a lo largo de este período y el texto Casa del aire (2004), publicado junto a fotografías de Augusto Alves da Silva dentro de la colección Revisitar Canarias. Asimismo, Krawietz ha editado las antologías La otra joven poesía española (Igitur, 2004), junto a Francisco León, y La realidad entera de Ángel Crespo (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2005). En 2013 fue comisario de la exposición Syntaxis: una aventura creadora, cuyo catálogo también se encargó de editar. Desde 2006 dirige el Festival Internacional de Cine Documental MiradasDoc.

Alejandro Krawietz

-Francisco León ha dicho de su poesía que, en ella, la «visión del modo en que conviven las palabras no es únicamente lingüística, sino totalmente alquímica. Su fe es la poesía, y el milagro de esa fe es la fundación, por la palabra, de una sobrerrealidad que ordena la realidad misma». Me parece que gran parte de la dilucidación crítica de su poesía pasa, en efecto, por lo esbozado aquí por León: lo lingüístico y lo simbólico se unen en su obra en el amplio margen de la razón poética según la concibió María Zambrano. Esa magia que parece operar en su poesía –y que aspira a reordenar el mundo–, ¿es al fin y al cabo una persecución de la belleza?

La poesía es una potencia del ser humano en su aspiración legítima hacia la comprensión del mundo. Era Valéry quien se preguntaba «¿Qué puede un hombre?». Un hombre puede, acaso, servirse de la poesía, de ese lenguaje que nace, para acercarse físicamente –desde el pensamiento– tanto a lo hermoso como a lo terrible. La única versión de la belleza a la que me interesaría acudir sería, entonces, aquella que nos permite ensayar esa tentativa de conocimiento. La belleza que perseguiría mi poesía es la que reside en esa capacidad para pensar lo real de una determinada manera, de una manera que hace visible el mundo en su duración, en su encarnadura y en su ejecución simbólica (todo ello a la vez, en un solo movimiento). La reunión del tiempo, de la fisicidad y de lo imaginario en un objeto real –radicalmente existente–, como lo es el poema, es la belleza. Así que no es tanto una cualidad como una herramienta, un sistema operativo. Me agrada que en su pregunta se hable de persecución –y no de logro– de la belleza. Creo sinceramente que esta intuición que con mayor o menor solvencia he tratado de expresar como reflexión no es un lugar que mi poesía haya logrado visitar aún. Pero cuando José Ángel Valente dice: «Cima del canto. // El ruiseñor y tú // ya sois lo mismo» demuestra que la poesía sí puede alcanzar ese lugar de la excepción del que hablo, en el ápice de lo real. Esto me reconforta. Me anima a seguir ensayando.

-Para un dios diurno reúne varios poemarios. El primero de ellos, La mirada y las támaras, es una especie de diario de la infancia con el paisaje insular de fondo; en Memoria de la luz profundiza en el «deseo de la mirada», un deseo que se propone capturar mediante la palabra despojada de artificios; En la orilla del aire supone el reencuentro con el paisaje insular, es decir, con el diario de la infancia, pero en esta ocasión desde la perspectiva del adulto reflexivo; finalmente, en Para un dios diurno el lenguaje entendido como la unidad que dota de sentido el acontecer del mundo alcanza la perfección diamantina a la que se refería Valente dentro de un espacio poético que se halla en las antípodas del canon oficial impuesto en nuestro país durante las últimas décadas.

Salvo el momento en el que habla de «perfección diamantina» (como decía antes no creo que mi poesía haya logrado la frecuentación de esos cielos), creo que estoy de acuerdo con la idea de que existe una correspondencia entre mis aspiraciones para esos libros y las breves descripciones que les dedica. La mirada y las támaras es un relato poético sobre la sorpresa y el aprendizaje del mirar: toda esa materia de luz que la vista alcanza me fue dada y estaba en mí impresa. El ejercicio de materialización lingüística de lo que me fue dado ver constituye mi escuela primera: no se trata sólo de mirar sino de transformar esa simple existencia en materia lingüística, en poema.Creo que Memoria de la luz y En la orilla del aire componen un mismo diálogo, ofrecido desde territorios enfrentados. Se trata de dos ejercicios de meditación sobre las condiciones del existir y la observación minuciosa de los acontecimientos que desencadenan, a veces, la transformación de lo realidad entera en una red comprensible. En el primero, la ausencia y la presencia componen un movimiento de representación del paisaje que obliga a un reconocimiento del ser, así que de nuevo lo que somos es lo que vemos, y lo que vemos se hace lo que somos. La poesía es, en ese libro, intermediaria necesaria entre cuerpo, lenguaje y mundo. 

Por su parte, En la orilla del aire es una vuelta a la luz insular, pero no propiciada por la memoria, sino por el presente. Había, en verdad, en aquellos días en que lo redacté –muy poco tiempo después de volver de una estancia de años en Francia y obligado a recorrer buena parte de la isla cada día al amanecer y al atardecer–, una verdadera vocación del aire por hacerse fruto, por darse como objeto físico, como pulpa de la luz. En esa belleza era fácil contemplar a los dioses que construyen y a los dioses que destruyen sentados a una misma mesa, compartiendo el pan robado a los seres del tiempo. Anduve como tomado por un entusiasmo profundo y honesto: entonaba el canto de celebración y el canto de elegía, simultáneos, de un territorio y su luz. 

Por último, Para un dios diurno cierra este ciclo con una incursión en la noche y sus fulgores. La escritura de ese libro constituyó una verdadera contienda, que perdí, que se pierde siempre, con el cielo nocturno. Pero de esas escaramuzas la palabra regresó con algunas respuestas inevitables: hay un sonar de las esferas, hay un espacio de suprema comparecencia de una soledad acompañada, hay un silencio que es respuesta y un silencio que es desesperación. Creo haber aprendido mucho en ese curso de investigación: la conciencia acerca de los propios límites, la sagrada voluntad de la enunciación, la apuesta mantenida incluso cuando la palabra enmudece, la certidumbre de que la muerte o el frío se constituyen también como derrotas victoriosas.

En cuanto a su última reflexión acerca del canon nacional, creo que sabe usted que en el año 2004 elaboré, con Francisco León, la antología La otra joven poesía española. En el prólogo de esa antología postulábamos la existencia de otra tradición para la poesía española del siglo que acababa de terminar. Una tradición distinta de la que señalan los manuales, amparada en la voz de poetas que no renunciaron nunca a la palabra moderna, a la poesía como misterio y como conocimiento, al ejercicio de la imaginación poética, a la experimentación. Una tradición sustentada, así pues, en poetas que no se contentaron con un realismo decaído, con el premio a la banalidad, con la confusión entre experiencia y ebriedad comercial. Desde Juan Ramón Jiménez hasta Melchor López o Jordi Doce, pasando por Francisco Pino, Carlos Edmundo de Ory, José Ángel Valente, Ángel Crespo, Andrés Sánchez Robayna hay una línea moderna ininterrumpida por más que haya sido ocultada –casi siempre sin éxito– por cierta crítica acomodaticia y ajena por completo al latir del mundo. No sólo eso, de la lectura de esos poetas no puede sino inferirse que la tradición de la lengua es mucho más rica cuando se contempla desde perspectivas ajenas a procesos nacionales: sumemos entonces a Borges, a Paz, a Sarduy, a Vallejo, a Darío, a Watanabe, ¡a Lezama! ¿Sabe usted con cuánta alegría pronuncia un poeta pequeño como yo los nombres que delatan la presencia en su misma tradición de esas voces? ¿Sabe qué hermoso don nos ha sido dado? Más aún, cuando la poesía de la lengua dialoga, lo hace con otras tradiciones, con la gran tradición universal: sumemos ahora a Stevens, a Valéry, a Elytis, a Montale, a Sophia de Mello, a Andrade. Y todavía más: sumemos la filosofía, la pintura, el cine, las revistas (que son un género creativo), la danza, la música. Más: la historia, la mitología, la ciencia. ¿Ve usted cómo resulta fácil situarse en las antípodas del canon oficial impuesto en nuestro país? Por suerte, amigo mío, el mundo no es pequeño. Es sólo frágil.
«La tradición poética de nuestras islas ha tomado [...] un camino nuevo con respecto del espacio peninsular. Creo que lo que decimos y el modo en que lo expresamos resulta incomprensible, a día de hoy, para ese ámbito [...] porque hemos sido alimentados por otras materias, por aromas de otro sol.»
Otra cosa más: creo, con Melchor López, que para bien o para mal, la tradición poética de nuestras islas ha tomado, por razones que podrían explicarse sin demasiado esfuerzo, un camino nuevo con respecto del espacio peninsular. Creo que lo que decimos y el modo en que lo expresamos resulta incomprensible, a día de hoy, para ese ámbito. No saben lo que hacemos. No saben qué intentamos. Esa es la razón de que la presencia en la península de nuestra poesía sea cada vez menor. No es desdén: es incapacidad crítica. Aquella poesía parece al final de muchas cosas. Y esta poesía está siempre en el inicio. Con todo, es importante para mí aclarar que no creo que estemos en ese otro espacio por una vocación hacia la confrontación, sino porque hemos sido alimentados por otras materias, por aromas de otro sol.

-Su libro abraza una suerte de panteísmo. Usted mismo, en una entrevista, reconoce que el dios o dioses diurnos «son los objetos, acciones, lugares y ensueños que componen la realidad cuando ésta alcanza un momento decisivo, cuando lo real es también verdad». Ese panteísmo se detiene de manera significa ante el hecho insular, al que contempla de manera documentalista, presentando a la isla como el «escenario de las imágenes» que deben ser «severamente» interrogadas. De hecho, en uno de sus poemas, “Y la luz en el rofe”, se refiere al paisaje insular en los siguientes términos: «La isla ofrece su lenguaje para el que hace de su deseo de escuchar una imagen de lo por venir. Es la compañera largamente aguardada. La tierra. La efigie de algo que se puede comprender». Quisiera que profundizara un poco en esta idea.

La idea de los dioses ha sido manoseada por las religiones a lo largo de la historia, hasta el punto de que se produce en este contexto una solidificación semántica total: la creación de un dios parece exigir la construcción de una religión. Sin embargo, desde la perspectiva en que yo lo contemplo, los dioses son concentraciones simbólicas que la realidad produce por sí misma cuando su haz de luz se encuentra con la pantalla del lenguaje. En ese escenario de la palabra, lo real se puebla con los frutos aromáticos de lo imaginario. Es una idea más primitiva, más simple, pero igualmente poderosa, de encarnación de lo sagrado: todo aquello que se vuelve revelador, que abre la percepción y el pensamiento hacia una reconciliación con el mundo y nos permite ensayar un sentido: eso es lo que llamo dios. Objetos, percepciones, ritmos, que nos permiten establecer un contacto con lo decisivo, con las fuerzas que convierten lo real en verdad. Una playa, un volcán, una piedra, una hoja, una ola, un astro, una mano, otros ojos. Nuestros dioses están ahí. Los seres humanos avanzamos entre los sortilegios de cientos de signos. ¡Sin la poesía estaríamos tan desamparados! La razón poética de María Zambrano repele esa orfandad del hombre: podemos comprender. Tenemos derecho. Es más que una opción. Estamos destinados a esa búsqueda. Estamos destinados a interrogar. Estamos destinados, muchos de nosotros, a una derrota esencial y decisiva. Pero otros logran algo. Una conquista pobre pero también decisiva. Un ápice. Recordemos a Ungaretti: M’illumino d’immenso

La isla nos ofrece, además, una conciencia de límite que termina por configurar la experiencia. Ese corte final, esa discontinuidad del territorio, obliga a un ejercicio de introspección en el que muchas veces es difícil hallar asideros. Por eso creo que se ha confundido ¡tantas veces! la conciencia de límite con aislamiento. En realidad, el insular no se halla aislado, sino cortado. Frente a los complejos que derivan del aislamiento, el insular debería permanecer inalterable y alto en su atalaya, con su catalejo único. El único privilegio del hombre de las islas es la autoconciencia que exige siempre todo fragmento. Nuestro adanismo, he dicho alguna vez, es el de los expulsados del paraíso. Ese es el premio, al mismo tiempo que es la condena.

-Paradójicamente, Para un dios diurno es un libro atravesado por la presencia de la noche, que puede interpretarse como el laboratorio secreto donde se elaboran con calma los elementos imprescindibles para la comprensión del mundo –«Todo está / más cerca ahora y se hace / visible, audible», escribe en el poema “Esferas”–. No obstante, la oscuridad que usted muestra se encuentra preñada de iluminación, de una luz dispuesta a abrirse a una luz aún mayor, en la medida de que esa comprensión del mundo a la que nos referimos empieza a adquirir forma, como no podía ser menos, con el inicio del día, con ese decisivo momento de transición hacia lo trascendental, pues, según sus propias palabras, «en el alba está el libro del comienzo».


Anhelaba realmente una respuesta de la noche. Aquellos fulgores. La luz de la luna y de los astros no rebota sobre ellos como sucede con la luz del sol: penetra la materia y la eleva. La saca de sí. En la noche se mira de otro modo. No con los ojos entornados: con todo el contorno, inmensamente abierto. Y hay que dejar que la noche venga, que entre: que nos levante hacia ella a nosotros también. 

He pasado muchas noches contemplando el firmamento, adentrando la mirada en las cavernas inmensas del encierro. De pronto, algo se enciende, allá abajo, y comienza el viento, y un crujir de esferas y de tierras, y el canto de los pájaros, y las voces de los hombres. Cuando termina de amanecer, el hombre que ha vigilado en la noche, ha asistido a algo similar a la revelación: la aparición de la luz ha creado ante él, de nuevo, el mundo. 

-En Para un dios diurno predomina la ausencia de tecnificación, que Heidegger interpretó, según expresa Diego Sánchez Meca, como la «época final de la historia del ser», en la medida de que, con ella, «no se produce ningún desvelamiento total del ser completamente desplegado y realizado». A lo largo de sus poemas lo más próximo a una tecnificación que muestra es la imagen –recurrente, eso sí– de los pescadores inmersos en sus faenas casi artesanales. No sé hasta qué punto esa ausencia se trata de una crítica deliberada al escenario de planificación e instrumentalización masiva que nos domina y que, como denunciaba Heidegger, nos aleja de la Naturaleza y de las opciones del ser humano por alcanzar algún tipo de transformación redentora. Ahondando en esta misma cuestión, me gustaría que comentase su poema “El pez del fondo”, donde expresa su deseo de que el animal surja de las profundidades marinas y se «trague» el monstruoso despliegue tecnológico articulado en torno al espacio insular (hoteles, avenidas, líneas eléctricas, etc.).

Uno y otro ejemplo no forman parte del mismo proceso de pensamiento. Las condiciones –la ley– del lenguaje poético aún siente estupor ante la invención del dinero: ante la asignación de valor a los objetos. Lo que quiero decir es que el poema forma parte de un estado del mundo anterior al proceso productivo, un estado de la palabra anterior a la mera comunicación pragmática. Desproveer a la palabra de esa raíz irreductible y redentora (Crespo decía en uno de sus aforismos que la palabra es la única moneda que se reparte sin partirse) ha sido uno de los trabajos que con más encomio ha labrado el mundo posmoderno. La obra de arte sólo responde ante su propia ley: ante la ley que crea para sí misma en cada caso. Valoro la calidad de una obra por el modo en que, llevándola al límite, encarna las formas de su propia ley. Por eso, creo que es necesario eliminar de los procesos humanos el halo hipnótico de la productividad. Toda exigencia social está actualmente alineada para que el ser humano acepte que el fin último de cada una de sus acciones sea un ejercicio de compraventa. En ese contexto, la poesía aspira a portar un mensaje esencial y absolutamente a contrapelo de esa forma del mundo dominante: que el lenguaje no está condenado, como parece querer el poder, a recorridos de dirección única entre vendedores de humo y compradores compulsivos. Como para componer un poema el poeta necesita materias que, en principio, carecen de todo valor (palabras, silencio, contemplación, ritmo), se piensa que un poema no sirve para nada. Pero, ¡ay de quien desdeñe los valores de las cosas que no sirven para nada!

En cuanto al poema al que hace referencia, es contrapunto de uno anterior que forma parte de La mirada y las támaras. En ese poema inicial hay un hombre que camina –el caminar siempre ha sido para mí una actividad imprescindible y sanadora– y anota, sin otro propósito, aquello que ve. Se trata de una enumeración en trance: cada nuevo objeto no se suma con el anterior, sino que se hace cuerpo en él. El poema compone, entonces, una percepción integral del espacio de la isla. Muchos años después, comprendí que aquella enumeración había sido errónea: allí parecía que el mundo caminaba hacia la belleza. No era así. Era la memoria la que se encaminaba hacia aquel lugar sagrado. Pero se trataba de un mundo que había sido devastado ya. Comprendí entonces que había razones fundadas para que las fuerzas oscuras del mundo se conjurasen. Sobre el pez del fondo convergen todas las imágenes de lo que surge. Todo lo que aparece, con violencia. Es el volcán que nace y ruge. Que se da a la luz rugiendo y escupiendo. Es la isla, cuando está a punto de quebrar la superficie marina con un alumbramiento. Es la bestia, en el albor de una estación nueva. Las islas aparecen y desaparecen. De algún modo, en este poema, los dioses del fondo, los que irrumpen, hacen justicia. 

-Por último, ¿qué le diría a los lectores para que se aproximen a las páginas de su libro?

Diría que se acerquen a la poesía. No necesariamente a la mía. Haroldo de Campos decía de ella que era la «prima pobre», la «detestada», Sophia de Mello que es «el canto para todos». Ambas definiciones se corresponden con la verdad. La poesía radicaliza, acrecienta y amplifica nuestra relación con el mundo. No conviene renunciar a esas potencias. 


Por Benito Romero

Agradecemos al autor del artículo su colaboración con nuestro blog.
Benito Romero Rodríguez (1983) es licenciado en Filosofía. Obtuvo el Premio Félix Francisco Casanova de Poesía (2002) y el Premio de Poesía de Juventud y Cultura de Canarias (2006), y ha colaborado en diferentes diarios y revistas de Canarias. Puede consultar sus publicaciones en nuestra Biblioteca.